Vivo en una tierra que arde en marzo para recibir a la primavera.
Es ésta una tierra alegre, bulliciosa y agradecida, donde el sol brama amando al mar y al salitre. Una resaca violenta de azahar y de la resina de los pinos que exalta los sentidos y aturde la mente en su baile sensual.
Aquí crecemos aprendiendo a abrirnos de par en par a la vida, haciendo del fuego un monumento que exorciza las pesadillas e incinera los sueños rotos, acuñando Fénix año tras año en un scirocco delirante.
Adornamos de ironía los sinsabores, los pintamos de luz y colores brillantes y los invitamos al patíbulo de un fuego que todo lo purifica. Que nos renueva y nos devuelve otra vez el brillo… y de nuevo los anhelos candentes de ilusión.
Es el derroche de una tierra excesiva, que siempre se vuelca y se entrega, que entiende el fuego y lo transforma en Arte en una libre interpretación gloriosa, que pare a sus habitantes a su imagen, explotando en mil colores, como explota el arroz… al perfume embriagador de la pólvora. Al aroma del azahar.