Mañana de Navidad. Ya huele la casa a cocido. He desespumado dos veces un caldo denso de carnes que comenzaba a burbujear. Y me ha dado por pensar que así es un poco la vida, como un buen caldo de cocido en mi casa, que a medida que le vamos descontando días, la desespumamos también de aquellos que no nos destilan nada rico, no nos dejan ningún aroma que nos haga mejores, no brillan con nosotros. Apartamos o se apartan los que sólo venían de paso, se equivocaron de puerta, tenían un lado de ponzoña, a los que en el fondo, no importabas. El oropel sin valor del chino de la esquina. El confetti en el suelo después de Nochevieja.
No sé tú, pero yo estos días de Navidad hago un repaso inconsciente de personas que de un modo u otro, me han pesado y ya no están. No puedo evitarlo. Me da por ahí. Nada ni nadie es necesario, ninguno es imprescindible, me dirás. Si, lo sé, lo tengo claro. Pero son fechas en que los huecos que dejan las ausencias se ven más oscuros todavía. Hasta pasar al fluorescente en mi cabeza. Relleno cada uno de esos huecos dejándoles mensajes uno a uno. Para que se apacigüen. Donde quiera que estén. Un susurro de cariño, una mirada, una mano en la espalda, una caricia. A cada uno lo suyo, lo que le corresponde. Gritándoles abrazos en silencio. Terminados en sonrisas que comprenden.
Descontamos días, desespumamos vidas, las concentramos en lo esencial. Al final del camino, lo que queda siempre es la familia. Sea o no de sangre, eso poco o nada importa. La del sentir es la que me cuenta. La que permanece. La que me hace más rica. La que brilla conmigo. La que me hace mejor. La que arropa ahora que es invierno y me sirve de té y abrigo.
Feliz Navidad. Donde quiera que estéis.