Veintisiete minutos me bastaron anoche para frenar. En seco. Para soltar el móvil y mirar alrededor. Veintisiete minutos para desnudarme, quitarme el uniforme de autómata, respirar hondo, varias veces, bajar las pulsaciones, absorber el ozono de la tormenta de verano y ver, que no mirar.
Ver los grises apagados, lejanos y tenues de las montañas, el rosa, el naranja enardecido, el azul suave, yo qué sé del atardecer, cuantas maravillas nos perdemos a diario, observar la profundidad intensamente elocuente del silencio, el relámpago que precede al trueno, la tormenta que se va acercando. Segundo a segundo quieras o no. Lo magnífico de la alfombra de pinocha bajo mis sandalias, su crujido sutil, su crepitar rojo. Los nudos viejos del tronco de un olivo singular como sabia Morla. Las copas antiguas de los pinos. Que me llevan a otros tiempos, a otros Pinos. Cuanto que arropar. Gimme shelter.
En veintisiete minutos fui tomando conciencia de todos y cada uno de los elementos que, de una manera inesperada y fortuita, me rodeaban. A quién le importa esperar? Que tarden! Estoy aquí. Yo misma. Quiero. No necesito. Me estoy impregnando. Todo, piénsalo, es accesorio. Con lo que todo cuanto te rodea, hasta las sensaciones, son un regalo. Qué suerte poder percatarse. Los roces, las miradas, la ternura desprovista de pretensiones. Las músicas amadas.
Que suerte gozar momentitos de néctar que la vida destila cuando menos te lo esperas. Qué fortuna sentir y vivir noches tibias, abrazos grandes, verdaderos, sentidos y canciones lloradas. Y como regalo, agradecerlas. Mucho. De corazón. Gracias. Esto te resetea.
More than words.