La mañana que él se tuvo que ir llovía tanto que a ella se le inundó el alma.
Se anegaron los alcorques y no daban abasto los sumideros. Tan grande era su pena. Tan terrible el miedo de perderle para siempre.
En cuanto su figura desapareció tras la puerta, el alma de ella se volvió tan frágil, liviana y transparente como una pompa de jabón.
Tuvo la certeza de que estaría bien. Quizá no aquel día y tampoco el siguiente ni el otro. Pero llegaría el día,- por favor que fuera pronto,- en que volvería a pintarse una sonrisa. El miedo se esfumó.
Fin