La mañana de Navidad las grandes mujeres de la familia se sientan a desayunar conmigo en la cocina. Estén o no estén. Que están.
Mi bisabuela trae los pestiños y mi abuelita Antonia canta poniéndole limón al té. Mi abuelita Maria hierve la leche recién ordeñada dos veces y extiende la nata sobre una rebanada de pan espolvoreándole azúcar por encima. Échale canela. Y mi madre adorna la mesa con brillos y velas como sólo la magia de su varita sabe hacer. Ponme un chocolate, niña. Ya le subo yo el fuego al cocido. Ábrele la puerta a Milu, que ya llega.
Hoy una de esas mujeres grandes ha faltado a nuestra reunión. Esta noche mi tía favorita nos deja sin arroz con leche, sin su humor inteligente, sin su presencia impresionante, sin su matriarcado feroz. Sin su mirada analítica y serena y sus silencios largos. Y sin los mejores cangrejos de río que jamás probó ser humano.
Se me queda la imagen de esa belleza morena saludando desde la ventana, esperando a estas niñas que, como la canción, llegan tarde a casa. Esa mano apoyada en la cara, esa cocina siempre nido y hogar. Ese patio de la casa en verano. El eco de su risa. Ay, qué punzada.
Esta mañana justo le decía a una amiga: hay presencias que no deberían desaparecer. Y no lo hacen. Que va. Para nada. Fíjate bien. Si adopto su silencio, casi la escucho llamarnos a la mesa a mi prima y a mí. Casi. Ay, qué punzada.
Hasta luego, Lola.