‘El rey de las abejas no se sienta en los campos si no está rodeado de todo su pequeño pueblo. Así, la caridad no entra jamás en un corazón que aloje consigo todo el acompañamiento de las otras virtudes, ejercitándolas y poniéndolas en obra, como hace un capitán a sus soldados’ Francisco de Quevedo
Mi padre leía a Quevedo donde quiera que fuese. Te releía pasajes, chascarrillos, pequeñas gotas de vida de las que sacaba su inspiración. En realidad no las necesitaba. Para mí, él era la inspiración.
Cuando era pequeña, nos mandaron en el colegio hacer una redacción sobre quién era nuestro héroe. La mía fue sobre él. Se tituló: ‘El hombre tranquilo’. Fue, probablemente, lo primero que escribí.
Mi padre ha sido, como lo es mi madre, un ejemplo de lo que un ser humano debe ser, con sus luces y sus sombras, porque, si tenemos el coraje de mirarnos el ombligo, todos cometemos errores.
Era generoso, alegre, elegante, pero sobre todo, era una buena persona. Algo tan sencillo, tan infravalorado, tan importante.
Te ponía un chato de vino a los cinco minutos de conocerte, te acogía con un abrazo y tenías la certeza de que estabas delante de un grande.
Todos los que le habéis conocido lo sabéis.
Ese señor de Castilla, ese Caballero que de verdad lo era, el Marqués del Pisuerga, se bebió la vida, disfrutando cada trago, cada momento, cada anécdota.
Dejó los mares ocre-amarillos de Herrera, que llevaba a gala, para venir al Mediterráneo por amor.
Amaba a su familia, a sus chicas, de las que se sentía tan orgulloso. Y amaba a sus amigos.
Él y mamá nos han enseñado que la familia no comparte necesariamente la misma sangre. Que los amigos sois la familia elegida. A todos y cada uno de los que nos habéis arropado en este momento, gracias de corazón.
Llevamos dos noches brindando por el privilegio de haberle disfrutado en vida. Y hoy no va a ser menos.
Papá, gracias por elegirnos. Hoy también, a pesar de todo, estés donde estés, hay motivo.
Te quiero