Miedo. Ya hemos hablado tú y yo de él, verdad? Es ese bicho verdimarrón y viscoso, que te atrapa los pies como si de la brea se tratase. Como el alquitrán de una carretera recién asfaltada en un mediodía tórrido de agosto. Tan pegajoso que te atenaza los pies, te inmoviliza, te atora, boicotea tus sueños, encadena tus alas y te nubla los sentidos. Te impide avanzar.
Leí en alguna parte que ‘No es más valiente el que no tiene miedo, sino el que consigue superarlos‘. Pues sí.
Hablaba ayer con alguien que me hizo reflexionar sobre a qué le tengo miedo. O a quién! Ya sabes, el volante de mi coche es mi autodiván.
Probablemente,- creo,- tengo uno de siempre desde que puedo recordar que aún a día de hoy subsiste. Quien me conoce bien, lo sabe. No temo a la muerte. No a la muerte en sí, pero me aterra la idea de no poder ver, oler, oír, abrazar a aquellos a los que amo, no volver a tener nunca de nuevo la posibilidad de sentirlos. Esa soledad que se me antoja tan hueca, tan vacua y cruel. Ese vacío me parece gélido y carente de vida y sentido. Ahí sí toco piedra.
Pero a estas alturas de mi existencia, creo que miedos pocos o ninguno. Y si alguno resta, no hay como plantarle cara al bicho. Total, qué puede pasar? Que falle? Pues suma, sigue… y aprende. Y vuelta al punto de partida. Otra vez. Y otra. Y otra más. O no? Dale!
Y a quién? Pues a nadie. Ni a mis licántropos fantasmas. Ya son viejos conocidos. Si acaso, al Freddy Krueger que imagino debajo de mi cama. Y ni a ese.
Quién dijo miedo?