Se frena la vida en verano. O se activa, según como lo mires.
Para mí, no hay tiempo en el año que regale más vida, más momentos únicos, de reflexión, de disfrute, de contemplación, de despreocupación, risas y libertad.
El solo hecho de no tener obligaciones prefijadas, me baña en una tranquilidad incomparable. Bajarse de un tacón, no pensar en la ropa, en el rímel o en peinarme siquiera. Caminar descalza. Mecerme en una hamaca. Regalarme al salitre, perderme entre las líneas de un libro sin horario, hasta que me sorprenda el atardecer en el mar; dormirme acunada por las olas, es que hay sensación mejor?
Comer sandía, beber una clara con granizado de limón, abrazar a mi madre, bucear, sentirme ligera, suspendida y sola en el silencio húmedo del mare nostrum. El verano es para mí una fiesta para los sentidos. El salmorejo y el escabeche de las sardinas de mi madre, las risas de mis sobrinos, el amor primero de mi hija, las partidas con horchata y amigas, las películas sin horas, ese libro pendiente, aceleraste mis latidos y se me pone cara tonto, el cine de verano, las visitas improvisadas, la bisutería exagerada y el olvidarme de contar calorías a favor del placer de una charla larga.
Un slow life, cómo dicen los modernos. Vivir despacio, pero Vivir. Cada segundo como si fuera el último. Que un día, sin darte apenas cuenta, lo será.
Porque como decía la más grande… ‘el invierno llega, aunque no quieras’