La casa está en silencio. Aún con movimientos esponjados, abro la terraza, entra el verano, me pongo el primer café de la mañana. Tostada o avena? Avena, voy a portarme bien (aburrida?) otro día más.
Anoche hubo fiesta de pijamas en casa. Arriba todavía duermen cuatro princesas en plena efervescencia preadolescente que han pasado la noche en blanco. De esas a las que has visto gatear en pañal, he oído sus primeros balbuceos y de repente, no sabes ni cómo ha sucedido, las encuentras poniéndose gloss y comprando tops del Berskha. De esas a las que ayer ponías lazos y hoy se torpexplican entre ellas qué es un clítoris, asegurándose, o eso creen ellas, de que no las escuchas.
Y a mí, que no averigüé hasta los veintidos a qué sabía un beso, se me queda cara de haba, me entra un escalofrío por la espalda, se me instala un miedo incipiente en la boca del estómago y una pena temerosa pensando dónde se ha ido la infancia. Dónde la inocencia. Dónde mi bebé. Dónde mi diazepan.
Vamos a tranquilizarnos, Bel; esto debe ser ley de vida, quizá sea esto un entrenamiento, un ensayo primero, la antesala de un esbozo de proyecto-ser-mujer en potencia. Seguro, vaya. Niñas de 12 pintándose los labios de rojo pasión, calzando los tacones de mamá, rebuscando en el cajón de la ropa interior para mirarse en el espejo desnudas de satén y encajes. Cuerpos que van tomando forma. Curvas incipientes. Tan pronto te aman como te levantan la voz sintiéndose protagonistas de culebrón venezolano. Revolución de hormonas con patas piernas. Piernas muy largas.
Supongo, no, sé con certeza, que me da vértigo. E imagino igualmente ahora que caigo en la cuenta que mi madre así lo debió sentir también… además por partida triple! (con unas más que con otras, ejem). Me da que necesito urgentemente tener una charla con ella. Y otra después con mi hija. O dos! LA CHARLA. Quién me iba a decir. Y me temo que ésto sólo acaba de empezar. Ohmmmmm…