Será éste uno de los periodos de vacaciones que probablemente más haya disfrutado en los últimos años. Sin nada, con todo. Con las ganas acumuladas, la conciencia plena del valor de cada segundo de tiempo libre, que se me ha vuelto tan valioso. Tanto.
Levantarme temprano porque me da la gana, desayunar sóla empapándome de mar, de salitre, de yodo que me regala vitamina D y alcalinas para todo el año. Mirarme en el espejo y verme. Verme hasta sentir las lagunas del fondo de los ojos. Dejar correr las horas entregándome a los pensamientos, a la introspección, a las sensaciones, al dolce far niente por una vez. Cuidarme, quererme, mimarme. Leer. Jugar al continental. Besar a mi madre. Olerla! Volar en bicicleta. Camarero, otra piña colada!
Reírme con todo el cuerpo hasta llorar. Abrazar a un amigo antiguo. A otra! Lamerme las heridas. Emocionarme con la risa de un bebé… a pares!!! Escuchar a mi padre con una sonrisa. Bucear pensando cuantas maravillas nos perdemos si nos quedamos en la superficie, cuanta belleza me queda por descubrir. Leer, disfrutando cada renglón, perderme una y otra vez en la página 310 de Jane Eyre. Qué malo es contener la pasión.
Las pequeñas cosas simples que hacen la vida valiosa, que no se me olvide nunca apreciarlas. Pasear largo y sin rumbo ni razón. El mar. Siempre el mar. Sabores nuevos, reencuentros inesperados… vacaciones. He dicho leer? Mucho. Bueno. Rico.
Un lapso, un parón tan necesario en la pegajosa monotonía del reloj. Tan lejano que parece no llegar nunca y tan deseado que te regala vida a capazos. Se diría que se me han quedado muchos planes en el tintero. A esta piel mía se le desvanecerá el bronceado, pero se me quedará el sabor y el poso de unos días deliciosos. Septiembre aún destilará gotas de felicidad que disfrutar, momentos transparentes y promesas de esas que te susurran un ‘todo va a ir bien’. Serenidad. Adelante.